Una exposición del mensaje de Dios ".......para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia......." a toda persona que desee ponerse, humildemente, a los pies de Dios para conocerlo, experimentar el perdón de sus pecados, convertirse en su hijo y gozar las bondades de su salvación esperando su retorno.

domingo, 8 de agosto de 2010

La muerte de la muerte.

El problema más grande de la humanidad, desde su origen, fue la muerte, hasta la resurrección de Jesucristo; este acontecimiento marcó un hito en la historia de la humanidad dividiéndola entre: Antes de Cristo (AC) y Después de Cristo (DC). No faltaba más.
En la historia de la humanidad no existe un acontecimiento que se pueda comparar con la resurrección de Jesucristo e independientemente de Cristo, el solo hecho de la resurrección de una persona es, por sí mismo, un acontecimiento apoteósico e increible; alguien que murió, verlo resucitado ahora. Toda la humanidad en su conjunto podría mencionar numerosos acontecimientos de la historia Universal y absolutamente ninguno se ha comparado ni podrá compararse, en el futuro, con la resurrección de Jesucristo porque la resurrección de Jesucristo representa para la humanidad la muerte de la muerte.
El problema de la humanidad, frente a esta realidad, es su conceptualización; porque si el hombre común no puede conceptualizar esta realidad en su verdadera dimensión, tampoco puede beneficiarse de los alcances de la misma. Saber que vamos a resucitar encierra, en primera instancia, una admiración irracional colindante con el terror porque conmociona todos nuestros conceptos sobre nuestra naturaleza, más con la asistencia del Espíritu Santo de Dios, dicha admiración y sorpresa se subliminisa hasta transformarse en gozo y dicha constantes. La no aceptación del concepto posterga, irremediablemente, el desarrollo de nuestro espíritu hacia mejores y mayores realizaciones.
Visto, entonces, por entero, que nuestro destino es la eternidad; debemos interesarnos en la calidad de vida eterna que queremos tener porque la calidad de vida que tenemos actualmente, determinará la calidad de vida eterna que vamos a tener, sin lugar a dudas. La implicancia inmediata que de bemos establecer en nuestra conceptualización de este acontecimiento es que nosotros, como Cristo, podemos resucitar también y de hecho resucitaremos, según la promesas de Dios, el cual no miente. Lo prometido fue patentado por la resurrección de Cristo para que no existieran dudas de la firmeza de la promesa y como una demostración que así será también con nosotros.
Lo que necesitamos es saber -aunque lo intuyen quienes no lo saben- que hay dos lugares definidos en donde pasaremos la eternidad y que iremos, indefectiblemente, a uno de los dos, sin retrocesos. Uno es, junto con Dios gozando de su gloria y el otro es, fuera de su presencia donde prevalecen la oscuridad, el sufrimiento y un fuego eterno abrasador.
Negar esta realidad, en esta vida, implica el sumergirse en un estado pecaminoso que desasosiega el alma y vuelve a las personas infelices, descontentas, desconcertadas, aburridas e imprime en nuestra vida una serie de incomodidades que se suceden unas a otras hasta, virtualmente, agotarnos y extenuarnos. Todas estas cosas pasan a ser el preámbulo de nuestra vida eterna lejos de Dios. Todo lo contrario es el vivir una vida cristianamente, en donde las personas vivimos pletóricamente con la esperanza de una vida eterna con Dios y nuestros días sobre este mundo se suceden con gran regocijo y esperanza en conformidad con la voluntad de Dios para con todos, teniendo la guía del Espíritu Santo de Dios que nos conduce al buen hacer, siempre; contentos con el devenir del tiempo porque, en Cristo, no hay preocupación de los acontecimientos futuros, sobre todo si estos nos pudieran causar un descalabro ya que cualquier acontecimiento desafortunado lo recibimos con la serenidad que nos concede el tener dentro de nosotros el mismísimo Espíru Santo de Dios.
Vistas las cosas de esta manera, es menester meditar y reflexionar acerca de la forma de vida que queremos tener, primero, en este mundo y luego en la vida eterna. Es una gran ventaja tener la oportunidad de decidir ahora. Nadie irá obligado a ninguna de las dos partes; iremos por nuestra propia voluntad. ¿No les parece maravilloso?

Nuestro cristianismo sería enclenque


Ciertamente que, como cristianos, tenemos la autoridad de Dios para ser ejercida sobre la Tierra y en el ejercicio de esa autoridad debe prevalecer el Espíritu Santo porque, si no es así, estaríamos buscando nuestra gloria y no la de Dios. No hablamos de autoridad de carácter secular, hablamos de autoridad moral, de autoridad espiritual; hablamos de aquella autoridad que nos hace estar, delante de nuestros enemigos, de modo incólume, irreprochables, como quien puede, debe y dice la verdad de Dios que se traduce en el manejo de todo asunto, con total y absoluta solvencia moral. Alguien incorruptible de quien se pueda confiar y de quien las gentes se refieran como persona de bien. Nuestro querido Salomón nos dijo en Proverbios 22:1: “.......De más estima es el buen nombre que las muchas riquezas, Y la buena fama más que la plata y el oro.......” Hay quienes tienen mucha autoridad secular, pero ninguna moral. Hay quienes tienen mucha autoridad moral y ninguna secular. De entre los dos personajes, más aprobado por Dios es el segundo que el primero.


También existe el riesgo  de caer en la tentación de vanagloriarnos por el ejercicio de la autoridad de Dios en nuestra vida porque, en una inocente distracción, creyendo que el poder emana de nosotros, no glorificamos a Dios cuando somos alabados por nuestra buena conducta, como si ella viniese de nosotros y no de Dios. Debemos tener, en la punta de la lengua, el crédito inmediato a nuestro Dios para cuando alguien alabe nuestra buena conducta, si la tenemos o cuando la tengamos. Cuando escuchamos toda la consabida retahíla de los que pudieran alabarnos, debemos prestos replicar: “La gloria es de Dios”, “gloria a Dios”, bendito sea Dios”, “gracias a Dios” y/o cualquier otra frase que remita, directamente, la gloria a quien le pertenece. La contraparte de esta situación es el menosprecio de los que no reciben el ejercicio de la autoridad de Dios, a través de nosotros, como si fuéramos nosotros el origen de esa autoridad; no aquilatando su origen divino. Podemos ser tratados de pedantes.


Cualquiera de las dos posiciones, antagónicas, traen como resultado el desasosiego por causa de la comisión de pecado en la sumisión a las mismas. ¿Qué hacer? En el caso de la primera posición en la que empezamos a ufanarnos porque “.......hacemos todo bien.......” debemos de recordar que, apenas, somos instrumentos en las manos de Dios, quien ejerce su autoridad a los hombres, a través de nosotros. En la segunda posición, desestimamos la autoridad ejercida por los hombres de Dios como si la misma no procediera de Dios sino de ellos mismos y considerando su humanidad, los menospreciamos como si los hombres probos no tuvieran la autoridad de ejercerla. Estas dos posiciones son, a todas luces, total y absolutamente pecaminosas porque alteramos el orden de las cosas establecidas como si nunca hubiesen sido establecidas por Dios. Lo mejor que podemos hacer es mantenernos al margen de ellas implorando la misericordia de Dios para recibir de Él la suficiente sabiduría para no ser confundidos por el diablo. Seamos como los que han alcanzado madurez “.......pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez, para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal.......” He. 5:14.


La sumisión, entonces, que debemos tener, es a la autoridad del Señor ejercida por sus hijos y en su reconocimiento tendremos la garantía que, a través de ella, establece su voluntad. Aclaremos que nuestra sumisión no es a personas sino a la autoridad de la Palabra que vive en ellos. Son dignos de admiración los que de esta forma se conducen y les debemos todo nuestro respeto y en culto voluntario podríamos y deberíamos seguir sus directrices como que son  personas ilustradas por Dios para nuestro beneficio. Cuando el ejercicio de la voluntad de Dios implica la resolución de asuntos conflictivos, por medio de la reprensión de los transgresores, no parece, desde el punto de vista de los reprendidos, que Dios estuviese ejerciendo su voluntad porque, la aparente dureza de Dios, en contra de los pecadores, ejercida por sus hijos; pareciera que no debiera ejecutarse por la radicalidad de los resultados. Por ejemplo: La excomunión de un miembro de la Iglesia por no querer arrepentirse de su pecado.


Recordemos que el peligro se encuentra en varias partes. Primero en el error de no querer aplicar las recomendaciones que, aparentemente, son radicales por parte de nuestro Dios y por parecernos a nosotros “.......demasiado duras.......”. Por ejemplo, cuando se agotan las instancias de reprensión de alguien no quiere proceder al arrepentimiento, siendo miembro de la Iglesia: Mateo 18:17 “.......Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano.......” Hay congregaciones en las que el pecado campea porque nadie quiere hacer ese “.......trabajo engorroso.......” Después, en no querer acatar las recomendaciones de los líderes maduros que ejercen autoridad para el mejor desarrollo de las congregaciones. Amados hermanos, si no somos sumisos a la voluntad de Dios en todos sus estamentos, caemos irremediablemente en pecado y esa es una de las formas, muy sutiles, en la que el diablo compromete la integridad de los miembros de una congregación débil; cuando sus miembros no se comprometen en la solución de los pecados de algunos miembros sino que “.......se lo dejan a dios......” cuando son ellos los que tienen que ejercer su autoridad. Pablito reprendió a la Iglesia de Corinto por no inmiscuirse en la solución de un problema de pecado que era conocido por todos. Les dice: “.......Para avergonzaros lo digo. ¿Pues qué, no hay entre vosotros sabio, ni aun uno, que pueda juzgar entre sus hermanos.......” 1 Corintios 6:5.


Debemos comprender que la represión de Dios es parte de su naturaleza y no puede ser de otra manera porque, entonces, tendríamos un Dios enclenque y por lo tanto una iglesia enclenque y nuestro cristianismo sería enclenque también. No solamente es necesario practicar, a veces, una reprensión con “.......paños calientes.......” sino que será necesario asumir el carácter fuerte de Dios para reprender y reprimir, con dureza, a quien o quienes no se quieren corregir por la buenas. Dos pasajes idóneos resultarían: 1 Timoteo 5:20 “.......A los que persisten en pecar, repréndelos delante de todos, para que los demás también teman.......” y: Tito 1:13 “.......Este testimonio es verdadero; por tanto, repréndelos duramente, para que sean sanos en la fe.......”


La autoridad de Dios o la autoridad que Dios concede al hombre, no la concede por el prurito del hombre en el conocimiento de su Palabra per se, sino más bien por la praxis que le imprima a dicho conocimiento, porque la praxis -y no la teoría- es la que moldea, de mejor manera, la constitución del Espíritu Santo de Dios en nosotros. Vistas las cosas de esta manera, nuestra advocación por Dios no ha de ser por la necesidad de ejercer una mayor y mejor autoridad, esto haremos en la medida en que Dios nos lo otorgue. Nuestra advocación por Dios debe estar motivada, en principio, por el agradecimiento (acciones de gracia) que tenemos por la justificación, inmerecida, de nuestros pecados, hecha por el sacrificio de Cristo en la cruz. Pablito, en Filipenses 4:6 nos ilustra: “.......Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias......."). Los quiero mucho. Que nuestro Dios, todopoderoso, los bendiga rica y abundantemente en el nombre precioso de nuestro señor Jesucristo, quien vive y reina en nuestros corazones hasta el fin.......