Una exposición del mensaje de Dios ".......para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia......." a toda persona que desee ponerse, humildemente, a los pies de Dios para conocerlo, experimentar el perdón de sus pecados, convertirse en su hijo y gozar las bondades de su salvación esperando su retorno.

sábado, 9 de julio de 2011

El Espíritu sobre el espíritu.

La promesa de la plenitud del Espíritu Santo en Jesús, fue una que que le aconteció desde el mismo momento de estar en el vientre de su madre, María (Lucas 1:14-16). Tal excelsitud no tiene parangón en la historia de la humanidad y nos sumerge en las profundidades de la sabiduría de Dios, en donde nos podemos recrear a nuestras anchas, imaginando, presuponiendo y especulando acerca de la insondabilidad del tal acertijo. Este cuidado escrupuloso de Dios, para con su creación, nos habla de la magnanimidad de su amor, su solicitud y entrega. Siendo así y recapacitando acerca del beneficio que se nos otorga, no podemos menos que anonadarnos frente a esta realidad y, sacudido nuestro aturdimiento, consecutar nuestras acciones con la finalidad de prepararnos para recibir el Espíritu Santo de Dios en nosotros, a la manera de Cristo, como cuando anduvo entre los mortales. Aunque el Espíritu Santo de Dios se manifiesta a todo hombre para instruirlo acerca del bien y del mal, esta presencia, en el hombre, se traslapa con la del maligno y es el hombre, quien finalmente escoge, quién prevalecerá en su vida. Esto también nos habla del amor de Dios porque nos permite escoger entre el bien y el mal para que nos hagamos enteramente responsables de lo que hacemos o no hacemos, por angas o por mangas.

El Espíritu Santo no tiene la obligación de estar con nosotros, Él, de su propia voluntad, nos asiste en cada uno de los pasos de nuestra vida y somos nosotros quienes lo escuchamos o no. Otra cosa muy diferente es la morada del Espíritu Santo en nosotros, porque para que more en nosotros, es necesario el invitarle mostrando nuestro anhelo que viva con nosotros, dentro de nosotros como parte de nuestra integridad, de nuestra personalidad, de nuestra vida toda. (Hch. 8:17-19 Persuadido que la morada del Espíritu Santo era concedida por los apóstoles en el primer siglo, Simón, un mago de aquella época, al ver que los apóstoles impartían el Espíritu Santo. les ofreció dinero para que se les impusiese las manos y así obtenerlo para a su vez repartirlo entre los que él quisiera. Fue reprendido duramente por esta osadía y de entre las cosas que le acusaron, estaba la de no ser recto delante de Dios, en hiel de amargura y prisión de maldad. Escuchando también el destino al que se le mandaba (".......tu dinero perezca contigo.......) se persuadió de inmediato de lo terrible de su pecado y rogó para que se le persuadiera al Señor para que no le sucediese nada de lo que los apóstoles profetizaron. La pureza de corazón y la limpieza del espíritu, son condiciones necesarias para que el Espíritu Santo de Dios nos asista.

Cuando el amor de Dios es derramado sobre nosotros, su demostración es pasa a ser parte de nuestra naturaleza, tanto así que propios y extraños se admiran de la administración que le damos (al amor) sin medida y abundantemente, tal y conforme lo recibimos, porque la fuente que lo mana es inagotable. Nos adaptamos a las tribulaciones, crecemos en paciencia, no eludimos las pruebas, crecemos en esperanza; el mundo que se nos abre es inconmensurable. Cuando nos volvemos uno con Dios, adoptamos, por naturaleza, sus cualidades y aunque al principio de nuestro periplo trastabillamos y muchas veces caemos; poco a poco y conforme experimentamos, nos vamos (Ro. 5:1-11) convirtiendo en verdaderos instrumentos de su voluntad y asumimos nuestro reto con coraje y gallardía, como lo que somos: soldados de Dios. Todas las sombras de maldad desaparecen, todas las dudas se diluyen, la confianza en nuestro pecho se inflama y nada nos da temor. Nuestras desgracias no las evocamos o son como aguas que pasaron. El pecado nos constriñe y entristece deplorando su comisión. La compasión por los demás se acrecienta y nos vemos en la imperiosa necesidad de comunicar el amor de Dios para que todos se beneficien. Somos glorificados en su vida, es decir, cuando vivimos su vida porque para eso murió Cristo por nosotros.

El Espíritu Santo de Dios es celoso y nosotros con Él; de modo que velamos por la Iglesia de Cristo para que el pecado no prevalezca en ninguna instancia y si pretendiera hacerlo, lo (1 Co. 5) confrontamos con decisión; porque no podemos permitir lo que Dios no permite y si alguien de entre nosotros se propasa en su mala conducta y persiste en regodearse con nosotros insuflado por su pecado; es menester encararlo para que no prevalezca. Bueno fuera que se arrepintiera y regresara a sus buenos modales porque en ello le va la vida. Hay veces en las que el pecador consuetudinario esgrime tal desparpajo, siendo cristiano, que anda entre nosotros como si tuviera patente de corso y exhibe su pecado con desfachatez, altanería y orgullo mal hadado. A los tales es necesario denunciarlos y no permitir su prevalencia. Ojalá que por la justicia de nuestro trato proceda al arrepentimiento. Mal hacemos en tratar flagrantes pecados con paños tibios. Al que persiste en robar, mentir, adulterar, sodomizar, etc. y sigue entre nosotros como si nada fuera; todos tenemos que señalarlos como ladrones, mentirosos, adúlteros, maricones o cualquier otra adjetivación que les corresponda, porque se lo merecen. ¿No pasaba esto entre los Corintios y no fueron impelidos por Pablito para actuar? Para el bien de la Iglesia fue.

La importancia y confirmación del buen uso del Espíritu de Dios en nosotros, radica en la (2 Co. 12) armonización de nuestros pensamientos, deseos, actitudes y decisiones. Nadie puede pensar las cosas de Dios y de su Espíritu de manera independiente, osea que, aunque estemos meditando solos, nuestras meditaciones siempre deben conformarse al pensamiento de Dios y su Iglesia. Identifiquemos a quienes nos presiden con la armonía de Dios y toquemos con ellos el concierto de la Iglesia; a aquellos que desentonan, corrijámoslos para que finalmente armonicen y no desentonen. Si no tienen la habilidad para concertar con la Iglesia, tenemos que prescindir de ellos, porque sino, la Iglesia se descalabra. Proceder con el mismo Espíritu de Dios, nos da la seguridad de armonizar con quienes ni siquiera conocemos; si el Espíritu es el mismo, las obras también. Lloramos con quienes sufren, nos alegramos con quienes tienen motivos, nos indignamos por el pecado y consolamos a quienes se arrepienten. Si hay que expulsar a alguien por la dureza de su corazón, hay que hacerlo con la misma pasión con la que recibimos al que recién se ha convertido. Somos uno en Cristo y la comprensión de esta premisa debe ser un ejercicio continuo e ineludible de toda la Iglesia en su conjunto. Las gratificaciones que nos esperan son grandes.

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